martes, 2 de septiembre de 2008

Relinchos.

Sentado en la biblioteca mientras las fáusticas agujas del reloj marcan las nove horas, repasaba aquello que dictaría en la lección de hoy. El procesador de textos sobre el escritorio. Una pluma, un libro de texto, una pipa recién cargada. La dimensión moral de la vida humana.
Faltaba menos de una cuartilla para finiquitar aquel asunto y poder migrar a la tesis que reviso, “La felicidad en Schopenhauer”, cuando de un momento a otra escuche el relincho de un caballo. A las cosas nimias, nimias atenciones pero aquel relincho desconcertaba mis sentidos. Yo, solo, en una biblioteca y se escucha un relincho. Me pareció que aquel animalesco sonido provenía de la computadora. Mire, incrédulo, a la pantalla esperando encontrar algo que justificara el equino sonar. Nada.
Cerré todas las ventanas esperando que fuera algún programa que no hubiera visto pero al concluir la tarea otro relincho, largo y penetrante me susurro al oído. Me aleje de la computadora esperando que fuera algún tipo de estática, pero no, lo relinchos se sucedían unos a los otros.
Pausados e intemperantes. No entendía nada, decidí reiniciar el ordenador y así esperar que aquella locura equina terminara, pero no fue así. En cuanto la negrura se apodero de la pantalla otra serie de relinchos atravesaron el aire e impactaron en mis sentidos. Giré el cuello en derredor esperando encontrar algo o alguien que pudiera ser el causante de esta extraña experiencia pero nada. Relinchos.
Acerco el oído a la computadora y como una mala pasada no escucho nada, ni relinchos ni sonidos típicos de computadora. Nada suena. Una cierta paranoia me comenzó a atravesar el pecho. Los relinchos no tenían un orden, ni siquiera tenían un mismo tono. Simplemente relinchos. Me levante, nada. Revise mis bolsas, esperando encontrar el origen de tan algarabioso suceso. Nada ni nadie. Mire el reloj. Ya es hora de ir a clase, me levanto y me dirigo al salón donde los alumnos esperaban la cátedra. Nada.

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